Jorge Nagore
No recuerdo de memoria la cifra, pero reviso un papel y leo
que fueron 27 días. 27 días, con sus noches, mañanas, mediodías, tardes,
atardeceres y madrugadas, perfectamente consciente de todo. 27 días sin comer
absolutamente nada. Es una vida entera, si además apenas tienes energía para
levantarte de la cama, te prohíben también beber agua y no bebes agua durante
casi 20 días de un verano infernal de calor, los cables prácticamente te unen a
la pared y ni te puedes girar en la cama para dormir y la puerta de la
habitación parece la frontera de otro país. Sé muy de sobra que las
enfermedades son así y algunas aún son más crueles, despiadadas y sin
esperanza. Nuestra madre ahora come, pero si tras todo aquello que tuvo que
pasar no le reacciona el sistema digestivo, una opción tan real como que le
reaccionara, su esfuerzo increíble no solo de aquellos días sino de muchos
meses y hasta de años no hubiese servido de nada. Ahora come y todo aquello
pasó o casi, pero jamás lo olvidaremos. Yo al menos lloré durante horas cuando
le sirvieron el primer puré y he tenido que parar de escribir varias veces
estas líneas. Ese puré era y representaba todo, era –soñábamos con que lo
fuera- el principio del final de aquella guerra sin descanso contra la naturaleza.
El puré estaba bueno, estaba en su temperatura y sabía a lo que tenía que
saber. Ella solo pudo tomar la mitad, pero sonrió como si se hubiese comido
tres gorrines y mil langostas. He preferido no leer ninguna de las chorradas e
indecencias que algunos y algunas utilizan para justificar el cambio, pero juro
por lo más alto si lo hay que si a mi madre eso le toca pasarlo ahora y le dan
un puré frío al primero que lo justifique le reviento la cabeza. Lo juro y
siento la sinceridad y pido disculpas, pero es así.
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