Maite Larragueta
Todo a nuestro alrededor, especialmente lo relacionado con los
servicios públicos y el supuesto Estado del bienestar que hemos conocido
en las últimas décadas, parece desmoronarse. He leído con enorme
preocupación sobre la destitución del jefe de Cirugía del Complejo
Hospitalario de Navarra,
tras su denuncia sobre la reducción de
profesionales y medios en el CHN, que está provocando que las
necesidades quirúrgicas de los pacientes (no clientes) se vean cubiertas
de manera absolutamente deficiente. Leo también con estupor sobre la
baja calidad de la comida, que raya la insalubridad, según denuncian los
pacientes, que se sirve actualmente en el CHN desde que se ha
privatizado el servicio de cocina y se ocupa de él cierta empresa.
Aparte de los posibles intereses económicos y políticos que se puedan
esconder tras la salida a los medios de comunicación de estos
escalofriantes hechos, me afectan como a cualquier ciudadana o
ciudadano, pero quizás un poco más, porque sé que todo esto no ha
comenzado ahora.
En el año 2009 mi padre fue asesinado en el Hospital de
Navarra, digo asesinado porque una serie de negligencias médicas, que
han sido asumidas por el hospital, le llevaron a la muerte en poco más
de un mes tras sufrir una caída en el salón de su casa. ¿Por qué?
Fundamentalmente por no realizar la prueba que le podría haber salvado
la vida, una resonancia magnética, que hubiera revelado la dolencia que
realmente sufría, el aplastamiento de la médula espinal por la rotura de
una vértebra. Esta prueba no se realizó, seguramente por una mezcla de
dejadez profesional y de ahorro económico, e incluso hubo que suplicar
su ingreso en el centro, y por ello su estado degeneró hasta quedar en
estado vegetativo antes de morir.
Por eso sé que los recortes vienen de años atrás y que la
burbuja, si alguna vez existió para algo más de un puñado de personas en
este país, explotó hace mucho, pero cada uno oye la explosión cuando la
oye muy muy cerca.
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